diciembre 07, 2007

LA TIRANA, HISTORIA Y TRADICION:

Cuando a mediados de 1535 el adelantado don Diego de Almagro salió a la Conquista de Chile, al frente de 550 españoles y 10 mil indios peruanos, acompañáronle dos hombres que para los fines de aquella empresa valían cuanto un ejército entero de auxiliares.

Fueron ellos Paulo Tupac, Príncipe de linaje de los Incas y Huillac Huma, último sumo sacerdote del extinto culto del sol.

Tratados ostensiblemente por los castellanos con los miramientos debidos a su elevada jerarquía, no pasaron aquellos de la condición de prisioneros de estado mantenidos rehenes por el vencedor y destinados a pagar con la vida el menor conato de rebelión de los indios que formaban parte de la expedición.

Es fama que vinieran secretamente con Paulo cierto numero de WILKAS o capitanes experimentados de los antiguos ejércitos imperiales y un grupo de sacerdotes cuyos corazones latían a impulso del odio y de la venganza, debajo de su aparente humildad y sumisión.

Acompañó a Huillac Huma su hija, nacida en el Cuzco veintitrés años atrás, por cuyas venas corría la sangre de los soberanos de Tahuantisuyo con una intensidad y heroica determinación que ya debieran haber vibrado años atrás en la fibra del débil y confiado Atahualpa

Sabido es de los entendidos en achaques de historia antigua de Perú, como Huillac Huma, desprendiéndose sigilosamente al regreso de Chile, huyó a la provincia de Charcas con el objeto de fomentar la rebelión que promoviera en el Cuzco el generoso "Inca Manco".

Al alcanzar la hueste sucesivamente a Pica, huyó a su vez Huillac Huma, con idéntico fin, rumbo a la frontera de Liper, a tiempo que la Ñusta Huillac su hija, seguida de un centenar de wilkas y adictos servidores huía al Bosque de Tamarugos y acacias silvestres que por entonces cubrían en su mayor extensión lo que hoy se llama Pampa del Tamarugal del que quedan, en nuestros días, restos no desprovistos de salvaje bellezas en las inmediaciones del pueblo de Tarapacá y alrededor de los caseríos de Canchones y La Tirana. No estará de más agregar que el nombre indígena Tarapacá lleva en si la idea de escondite o bien de boscaje impenetrable.

Tarapacá procede indudablemente de tara: árbol y pacani: esconderse, ocultase.

Durante cuatro años Ñusta Huillac, rodeados de sus fieles vasallos, dominó en el bosque. Este fue su feudo y baluarte.

La fama de sus prestigios y de sus hazañas provocadas por su ardiente dedicación a la causa de su nación, pasó muy pronto los límites de la comarca.

Las tribus vecinas y remotas vieron en la princesa una fórmula viviente y gallarda de la nacionalidad; vieron la protesta airada contra la dominación extranjera.

Vieron lo que en continentes y épocas y circunstancias distintas contemplaron los judíos en los hermanos Macabeo y Francia en la Doncella de Orleáns.

El alma peruana tenía, a la verdad, sed devoradora de lucha y de venganza.

Y de los ámbitos inmediatos y lejanos del territorio de Tahuantisuyo acudieron, a los enmarañados senderos del bosque de los tamarugos, nutridas huestes de hombres de bien puesto corazón dispuestos a luchar y sucumbir al lado de la animosa Ñusta por el suelo natal y por la fe.

La selva primitiva y bravía fue durante 4 años el extremo reducto de una raza y de un culto de proscritos...
Rodeados de peligros y asechanzas, aquel puñado de peruanos valerosos e indómitos vióse obligado por el rigor de las circunstancias a hacer frente a sus enemigos y recibir de los mismos una guerra sin cuartel.

Fue regla invariable entre ellos poner a muerte a todo español o indio bautizado que cayese en su poder.
Ñusta Huillac fue temida de sus enemigos y conocida en treinta leguas a la redonda con el nombre de la bella Tirana del Tamarugal.

Un día fue traído a si presencia un extranjero apresado en las inmediaciones de las selvas.

Interrogado, dijo llamarse don Vasco de Almeyda, pertenecer a un grupo de mineros portugueses establecidos en Huantajaya y haberse internado en la comarca en busca de la Mina del Sol, cuya existencia le revelara un cacique amigo.

Reunidos los wilkas y los ancianos de la tribu, se acordó se le aplicase la pena ordinaria de muerte.

El corazón de Huillac no había conocido vacilación hasta ese instante, embargado como estaba en las pasiones del odio y la venganza. No obstante se estremeció de horror al escuchar la cruel e inevitable sentencia.

Un sentimiento de inmensa y desconocida compasión brotó de lo mas recóndito de su corazón en donde tuvo, por el pasado, sus raíces, el árbol de sus rencores.

Una sola mirada del noble prisionero bastó para producir en su ser tan completa metamorfosis.

Fueron una sola mirada: un todo y una nada incomprensibles y fatales...

La juventud, el porte distinguido, el estoico desdén de la muerte que revelara en sus menores ademanes el noble prisionero fueron otras tantas causas que la indujeron a amar desesperadamente al hombre cuya vida estaba colocada en sus manos de sacerdotisa y guerrera.

Su naciente cariño le sugirió un ardid para prolongar la vida del hombre amado.

En su carácter de sacerdotisa consultó los astros del cielo e interrogó a los ídolos tutelares de la tribu y aquellos, con raro y perfecto acuerdo, le significaron que la ejecución del prisionero se retardase hasta el término del cuarto plenilunio.

Los cuatro meses que subsiguieron al horóscopo fueron de descanso para los guerreros del Tamarugal, Huillac no repitió durante aquel plazo las correrías asoladoras que fueron en el pasado el espanto de los colonos de Pica y Huantajaya...

Quedábanle por entonces al prisionero dos lunas de vida...

Y de ser cristiana y morir como tal preguntó cierto día Huillac al portugués. ¿Renaceré en la vida del más allá y mi alma vivirá unida a la tuya por siempre jamás?

Si tal, amada mía.

Estás seguro de ello chunco (idolatrado) ¿verdaderamente seguro?

Me mandan creerlo en mi religión; mi Dios que es la fuente de toda verdad.

Entregada a las fruiciones de su pasión, la sacerdotisa descuidaba desde tiempo atrás las prácticas del rito.

Su embeleso de mujer no le podía distinguir el ceño adusto de sus wilkas, ni el hosco ademán de los sacerdotes ni la reserva glacial de sus súbditos.

Pasaban a ratos, sin que ella lo advirtiera, por los ámbitos de la selva, soplos de malestar y rebelión.
Altiva y serena, como quien obra a impulsos de una firme resolución, se dirigió a la firma que murmuraba en eso de los claros del bosque, seguida de su amante, hincó la rodilla en el césped, y cruzó sus brazos sobre el seno en actitud de humilde e inefable espera.

Almeyda cogió agua y vistiéndola sobre la cabeza de la amada neófita pronuncio las palabras sacramentales.

Yo te bautizo en el nombre del Padre, del hijo y del Espí...

No pudo terminar la frase. Una nube de flechas disparadas de los ámbitos del bosque se batió sobre ellos. Una más certera le atravesó el corazón.

Cayó desplomado como un árbol lozano tronchando por el huracán.

Huillac, herida de muerte, sobreponiéndose a sus intolerables dolores, llamó a su derredor a los wilkas, a los sacerdotes, al pueblo.

Muero contenta en los estertores de la agonía, muero feliz, segura como estoy, a fuer de creyente en Jesucristo, de mi alma inmortal ascenderá a la gloria y contemplará el rostro inefable de su creador, al pie de cuyo trono me espera ya mi esposo amado...

Cuando por los años de 1540 y 1550 fray Antonio Rondón de la real y militar orden mercedaria, evangelizador de Tarapacá y Pica, aportó el Tamarugal derribando los ídolos de los gentiles y levantando el estandarte de Cristo, no sin experimentar una infinita sorpresa, una cruz cristiana en uno de los claros del aquel bosque.

Vio en ello el apostólico varón un como indicio del cielo y sobre el sitio que aquella ocupó, edificó una iglesia que ha conservado hasta nuestros días su nombre primitivo de Nuestra señora del Carmen de la Tirana a mitad del camino que media entre Pica y la región de las oficinas salitreras.

Dicha iglesia se convirtió desde los primeros años de su consagrado en asidua romería de los naturales de los pueblos y sierras inmediatas, en cuyas venas corren sangre Coya, que fue la que corrió en las venas de la bella, sensible y desdichada Ñusta que le legó su nombre...

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